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Electroterapia

Publicado: 2009-09-22

 

Confieso que no vi en la orden de terapia física algo relacionado con la electricidad (¿quién entiende la letra de los médicos?), tampoco lo mencionó la doctora cuando se lo pregunté, supongo que lo omitió para no espantarme, después de todo, decirle a alguien que le aplicarán electricidad no es poca cosa. La imagen de la conjunción de ese tipo de energía y la piel humana equivale a la silla eléctrica, imperdonables pecados, una que otra película y a la inapelable ley de pena de muerte de los Estados Unidos.

 

Esta historia comenzó un jueves de hace dos semanas, o quizá antes, desde hace algunos días que deseo no volver a revivir; con un dolor agudo en la cintura que inicialmente no me permitía estar mucho rato sentada, luego caminar ni estar acostada y después, simplemente, no me permitía estar. Fueron días de agonía, me permito exagerar porque el dolor de la lumbalgia es algo que no se lo desearé a mis enemigos (o quizá sí, dependiendo de su calibre, cuando los tenga); los que lo hayan padecido me darán la razón de inmediato.

 

Pese a que soy tan recia como mi madre, en cuanto a dolores se trata, el dolor me postró y hasta me llevó de emergencia a la clínica (cosa rarísima) creyendo que mi mal era algo interno; un cálculo renal, tal vez una extraña maldición de alguien que no se cansaba de pinchar la cintura de mi muñeco vudú. Pero no, la doctora con solo mirarme me dijo que se trataba de una lumbalgia. Tras auscultarme con detenimiento y leer los resultados del examen que mi hicieron para descartar cualquier infección, sentenció: “Lumbalgia aguda, descanso absoluto por tres días y luego rehabilitación en medicina física”.

 

Los analgésicos que me recetó hicieron efecto, los días de descanso también, pese a que estuve a punto de volverme loca de tanto estar en cama, sin embargo no consiguieron curarme, todavía no podía caminar con normalidad lo que me obligó a no desertar, como acostumbro a hacer, con las subsiguientes órdenes médicas.

 

Pasé consulta en Medicina Física, la doctora que me atendió quiso darme ocho días más de descanso, lo que aceleró mi pulso a punto de negroide, me faltó nada para ponerme a bailar delante de ella para que no me castigara de semejante forma. Debió haberme visto la cara de pánico que puse, casi de inmediato me dijo: “Si es extremadamente urgente que vaya a trabajar, hágalo, pero no deje de hacer la terapia y vuelva cuando termine, debemos descartar una posible hernia”. Ignoré lo último tomando nota de lo primero; no perdería ni una sola sesión de terapia, sobre todo después de saber en lo que consistía; “le aplicarán compresas calientes en la zona afectada, le harán masajes, lo normal en estos casos…”.

 

Como suelo hacer llegué puntualmente a la clínica, la atención fue acomedida, de pronto estaba echada, boca abajo, en una camilla, aplastando una almohada con mi estómago. La fisioterapeuta me puso la compresa sobre la cintura y no me dejó sola sin antes asegurarse de que estaba a una temperatura adecuada; “no debe estar muy caliente, solo lo que usted resista”, me dijo con voz pausada.

 

El calorcito hizo que me relajara, los diez minutos llegaron justo cuando estaba a punto de quedarme dormida, así entre la conciencia y la inconciencia la fisioterapeuta se apareció con una extraña máquina que tenía varios cables y electrodos. Allí, boca abajo y a medio vestir, no podía hacer nada salvo comenzar a sudar de puro miedo. El día que programé las sesiones de terapia escuché a un tipo que explicaba el tratamiento que recibía para que le reprogramaran su cita; “me aplican electricidad”. Recuerdo que en ese momento me dio la impresión de que era masoquista y me sentí aliviada de no correr su misma suerte pero, en ese momento, iban a hacer lo mismo conmigo sin prevenirme, ¡sin haberme preparado! Me sentí como una niña afrontando su primera vacuna, vía aguja intramuscular.

 

La enfermera me preguntó si era mi primera sesión, le respondí; “es mi primera vez”, temblorosa. “Lo mismo con lo de la compresa, la electricidad tiene que ser soportable, usted me avisa si le duele”. Mientras embadurnaba mi espalda con un gel para que su transmisor eléctrico corra como cuchillo sobre mantequilla Manty, cerré mis ojos para escuchar con más fuerza la melodía espeluznante de las películas de terror cuando va a ocurrir un suceso sanguinario. Sentía que estaba muy cerca de un electroshock y que iba a morir. “¿Y si se le pasa la mano?”, me repetía una y otra vez, recordando las dolorosas veces que por infortunio me había pasado electricidad.

 

Fui una gallina, le dije que sentía las ondas eléctricas pero solo era el contacto del transmisor con mi piel, todavía tenía los músculos adoloridos y extremadamente sensibles, apenas y sentí algunos rayitos aunque debo haberlos confundido con el temblor de mi cuerpo y la sensación de frío que se colaba por la ventana del cubículo.

 

Salí de la terapia defrauda de mí, de mi fracasada valentía. Después de todo, el asunto no fue tan dramático como lo imaginé en contados segundos y me propuse que la próxima sesión no sería igual, que a mi fiel estilo de peruana-sangre-inca resistiría los voltios necesarios para que mi tratamiento resultara un éxito.

 

Al día siguiente pedí más, más y más, hasta donde físicamente pude aguantar sin quejarme, podría comparar lo que sentí con esa sensación de vacío que provoca una bajada en la montaña rusa: vértigo y adrenalina. Esa vez me fui al extremo, cuando terminó la descarga sentí un cosquilleo en la zona que en vez de aliviarme me dejó fastidiada, sin embargo la sesión de masajes borró mi osadía y me llevó a las puertas del mismísimo cielo.

 

En la tercera sesión fui más cauta, supongo que serán así las siguientes aunque, pensándolo bien, esa vez me sentí extrañamente radiante y hasta magnética; quizá vuelva a intentar una subida de voltios antes de que me corten la electroterapia.


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